A
Los Ángeles se accede desde la
autopista del Sur, intentas no perder la paciencia en las tres horas de cola
interminable que como una serpiente de
luz cubren los seis carriles. Llevas el sol todo el rato frente a tus ojos,
y dejas a tu derecha interminables washingtonias
robustas que despliegan sus palmas pidiendo auxilio al mismísimo
cielo. En la radio escuchas KissFM y todos los temas te suenan a añejos,
a repetidos, mientras cantas observas en la distancia, nostálgica, las caras
fantasmas de un muro que tras su blanca palidez esconde al maravilloso Hotel California. Vuelan a tu alrededor colitas ascendentes que coquetean a
forma de lluvia con el parabrisas del coche. A tu izquierda te sobrepasa una limousin de cinco pisos blanca y el sol,
sin justicia, envuelve el ambiente de amarillo dorado irradiado brillante a las
doce del mediodía. Entonces al fondo ves la ciudad mágica, el corazón de LA se eleva por encima del resto de la
ciudad que se desparrama de forma circular desde donde estás hasta el mar.
Desde encima del scalextric
multicolor y acelerado, detrás del letrero de LAX se ve palpitar la ciudad, como si fuera un gigante enorme a
punto de desperezarse. Entras por la zona suburbial, los barrios peligrosos,
esos en los que la gente no entiende de la riqueza de Hollywood ni de la fastuosidad de Venice Beach. Luego coges la avenida del Mar, esa que se hunde en
un subterráneo interminable, y terminas precipitándote en Marina del Rey, allí es donde la gente como tú y como yo paseamos,
nos acercamos peligrosamente a los pelícanos y a las gaviotas y buscas un lugar
en el césped limpísimo en donde comerte un hotdog
con patatas fritas y un enorme vaso de Coca-cola.
Deivid, pero si quieres venir
conmigo a LA, búscate una bonita y
alta palmera y contempla como vuelan los ángeles de California rondando su copa buscando el cielo azul intenso.
M Yolanda Gª
Ares- Antología de viajes
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