viernes, 25 de octubre de 2013

De Uno a Dios ( Relato corto)


Uno penetró en la cueva, inmediatamente y como siempre soltó unos aullidos y sonidos guturales que salieron espontáneos de su joven garganta avisando a las mujeres que trabajaban al fondo de la sala de que lo que entraba no era ningún tipo de peligro, si no cualquiera de ellas no hubiese dudado en clavarle uno o varios de sus arpones microlitos con los que hubiese encontrado una muerte segura. Sabía que las mujeres todas a una, se ocupaban del hogar, de los niños, de los alimentos, de los utensilios que tanto les costaba confeccionar, éstas le rodearon inmediatamente despojándolo de su carga, dos enormes ciervos que arrastraba en unas rudimentarias angarillas. Tardó un rato en alejarlas de él, sólo se limitó a refrenar el ímpetu de las féminas, pues tenía que visitar el altar al fondo de la cueva, aún le quedaba un rato de vueltas y revueltas hasta llegar al lugar de las ofrendas. El lugar se le reveló mágico y extraño, el chamán estaba sentado junto al agua de vida y le invitó a enjuagarse, lavarse las manos de la sangre era imprescindible pues los hombres enfermaban si se la dejaban secar en la piel. El chamán le alargó unas hierbas secas para secarse y luego le invitó a cantar y plasmar en la piedra su caza, Uno dibujó dos ciervos altos y preciosos, plasmó la vida que él mismo con sus propias manos les había quitado, de esta forma sus almas volverían en forma de caza mejor a la tierra. El chamán le ungió la frente de polvo de piedra sanguina y ocre y le colgó los amuletos de nuevo al cuello recargados para una nueva jornada de caza, el frio estaba ya por llegar.
Al regresar a la sala, las mujeres ya estaban limpiando las presas y despedazándolas con las herramientas de sílex, las observó y les atusó el pelo a los chiquillos que jugaban a  cazadores alrededor de ellas. Se colocó en la entrada de la cueva, la luna salía ya por el cenit, y le recordaba lo efímero de su vida, de la vida de aquellos ciervos y quizás de la del viejo chamán que masticó ya apenas sin dientes el corazón y las vísceras crudas del animal. Recordó cuando era un chiquillo,  jugaba alrededor de las mujeres y las ayudaba en sus juegos a moler el grano contra la piedra en un movimiento que ahora se le antojaba relajante y apetecible, con un vaivén en los que los senos de las dadoras no dejaban de ir y venir adelante y atrás; mientras su canticos arrullaban el momento de la molienda. También recordaba el momento de curtir las pieles, a los niños les daban un canto redondo para curtirlas con arena y sal, mientras que las mujeres maduras usaban la raederas de fina hoja para afinarlas y dejarlas suaves y tersas sin trozos ni marcas de restos orgánicos. Deseó ser niño otra vez, pero sus doce años lunares le obligaban a ser todo un hombre adulto, y debía de ocuparse de otros menesteres más propios de los hombres dignos de su tribu, como la caza, la lucha, y también el cuidado del clan. A los siete años ya lo iniciaron en los ritos, y le enseñaron su nuevo oficio, ya había plantado alguna semilla.Tana, la curandera le había dejado ver que era un buen hacedor, porque ella siempre quedaba satisfecha. Aunque Tana ya era algo mayor y sus últimos hijos habían quedado bajo tierra en el camino, por eso la llamaban “la mujer que vierte sus lagrimas” pues había sembrado de pequeños menhires todo el camino hasta la nueva cueva. Dirigió su mirada a las mujeres, pensó que quizás esa noche, en los ritos de la cena, nombrarían a Yai, su hermana de seno, la miró un buen rato y sintió que su sexo se elevaba por debajo de la piel hacia la luna; pero sabía que no podía verter aún su mies en la tierra de Yai, porque ella era la heredera de Tana y nadie podría ensuciar su tierra mientras que el chamán no lo autorizara. Además sabía que Yai estaba bajo el influjo de la luna la cual había marcado sus brazos con la sangre de la diosa y que ni siquiera se debería  atrever a mirarla hasta que pasaran los días de la sangre.
Después de la cena tendría que escoger mujer, y pensaba escoger a Tana, tenía el derecho porque había cobrado dos piezas grandes, y Tana no le exigiría demasiado, sólo se le presentaría como una loba mansa ofreciéndole sus enormes glúteos y luego le diría cosas bonitas y halagadoras porque  siempre se portaba bien con ella y le regalaba las vísceras para que ella estuviese sana y bien alimentada. Al fin y al cabo ella ya había curado sus heridas muchas veces después de la caza, aunque a veces no entendía sus continuas lagrimas.
Si, tendría que esperar aún un tiempo a que Yai fuera la poseedora de las hierbas y el grano, ni siquiera el chamán era capaz de poseer un bien tan preciado. Yai aún tenía ocho años lunares y aunque sus brazos ya habían sido teñidos de la sangre de la diosa, aún no podía volcar en ella su simiente; a veces habían ido al rio y habían jugado a verter la semilla, pero no podían pasar de esos juegos, porque si Yai hubiese sido fecundada, su corazón se rompería en pedazos del dolor, y eso no lo deseaba él, por eso se contentaba con Tana que era buena amante y mejor dadora.
A veces recordando  aquellos momentos en el rio,  pensaba cosas extrañas como por ejemplo que él fuese el único que pudiese imponer su semilla a Yai, pero se quitaba estas locas ideas de la cabeza pues sabía que una vez fuera la poseedora de las hierbas y las semillas pasaría a ser la dadora y todo el clan tendría derecho a plantar en ella su semilla a cambio de hierbas y semillas; de esta forma Tana pasaría al lugar de los viejos a pesar de que sólo tenía diecisiete años; pero sus piernas ya se resentían y a veces las mujeres más jóvenes la echaban a un lado para aligerar las labores, así de esa forma ella sólo se dedicaba a los niños del clan,  que eran los únicos que con sus ruidos y sus juegos conseguían que amainaran sus eternas lagrimas.
Así la tribu aseguraba el nuevo nacimiento con cada cambio de estación de hijos fuertes que pasarían a cazar y a dotar al clan de nuevos elementos para subsistir. Así lo hizo su padre, así lo hizo su abuelo y muchas generaciones antes y después de él. La luna se elevaba allá en el horizonte, y delante de su luz creciente viajaba una bandada de cigüeñas.
 
 
 
El sol se ocultaba por encima de las montañas, metió al asno y los arreos en el establo y dejó que el cubo de agua fría cayera sobre sus doloridos hombros, se observó la cicatriz en la pierna, se la acarició tubo la sensación de que aún dolía. Se secó y vistió rápido, hacía frio. Se dirigió a la casa, Miriam tampoco había vuelto a ser la misma; pero sus cicatrices eran de otro tipo. Se sentó a observar la puesta del sol, era otoño. Recordó el día, permanecía en su retina como el paisaje que tenía delante, triste y desdibujado. Estuvo echando cubos de agua en el granero desde que descubrió el incendio hasta bien avanzada la noche, la culpa fue de un rayo que produjo la tormenta seca de verano, sabía desde el primer momento que aquello lo pagarían bien caro.
Sabía que a pesar de haber cumplido con su formariage, y pagado su censo todos los años, su señor se revelaría a aquel accidente. También había cumplido mientras fue joven con sus cuarenta días de lucha al año y luego le había ofrecido a su hijo mayor para el ejercito del señor.  Miriam no le había perdonado aquello, cuando el chico con sólo doce años se alejó mirando repetidas veces para detrás y diciéndoles adiós con la mano.  Recordaba aún como pudo escabullir el  iux primae noctis  a cambio de un precioso percherón blanco, que le costó los ahorros de toda una vida, aún así recibieron su tarro de miel y sus dos gallinas porque el señor al fin y al cabo no era un mal señor. Pero también sabía que este no perdonaría el perder las mieses que le reclamaban todos los años el obispado, porque eso significaba perder el derecho de guarda, eso no se lo iba a perdonar a pesar de que Miriam cosía las ropas de todo el personal de su servicio y nunca le pedía nada a cambio.
Ella cuidaba sin falta del campo, el pequeño terreno que tenían frente a la casa, limpiaba la casa, daba de comer a los animales y curaba con extraños artes de brujería que el señor hacía como que ignoraba, a la tropa después de la batalla. Pero aquella noche, se lo había dicho, que mojara el techo del granero por lo de la tormenta seca y no le hizo caso una vez más, se lo advirtió, mejor trigo mojado que quemado.
Entonces, se quemó todo, el trigo, el granero, los dos caballos, y también los aperos de labranza. Vino entonces el señor, claro que vino corriendo a cobrarse su derecho de pernada. Los había avisado, les pasaría todo menos la pérdida del trigo y la sal. Ya lloraron cuando se llevó a Pedro con apenas doce años, Miguel se quedó con ellos para ayudar en el campo, eran gemelos.
Los ataron a un árbol, gritó, gritaron hasta enmudecer, por eso le golpearon en las piernas con el azadón y se reían de él. Cuando el señor salió borracho como una cuba, hizo un pecho en el tronco que descansaba en la entrada de la casa y con el mismo azadón cortó las cuerdas que les ataban. Se llevaron a Miguel para ayudar en la batalla, sabía que no le volvería a ver. Sólo se dirigió a él para decirle - Dile que se ande con cuidado a la bruja de tu mujer; y esta talla significa que me debes los diezmos por el granero quemado hasta que acabe la deuda - Pensó que no tendría vida bastante para pagar jamás aquella deuda.
Cuando entró en la casa Miriam estaba hecha un giñapo al pié de la mesa de la cocina, nunca creyó que el señor en persona fuera capaz de hacer aquello, la levantó y la curó, había sido un bestia, ella no habló ni se levantó de la cama durante días. Aún así le indicó unas cataplasmas para curar su pierna.  Cuando por fin lo hizo nunca fue la misma, decidió regresar a sus labores pero era como si estuviese muerta en vida.
Allí fuera, sentado en el tronco de la talla, pensaba en ayudarla, en encender el fuego, en cocinar, no debía de ser tan difícil, quizás en poner la mesa; pero sencillamente no lo había hecho nunca, aquello era un trabajo de mujeres, ella tendría que reponerse algún día. Y tendría que reponerse pronto porque tenían que traer un hijo si querían tener una vejez feliz. Pensaba en sus ojos sin brillo, y también en lo fuerte que era, pensaba también en su bonita voz que cantaba alguna canción que escuchaba en el castillo, pero ahora sólo escuchaba silencio y ese silencio le rompía el alma , entonces pensaba en el granero, en los caballos, en los aperos de labranza que ahora no existían, en el trigo. Todo, todo estaba destruido. Entonces sintió que se le humedecían los ojos, pensó que eran lágrimas, pero no lo eran, era el humo y las cenizas que movía el viento, que aún salía del granero. No había caído ni una gota de lluvia desde aquel día, quizás para cuando lloviera cambiaría el tiempo y brotaría la mies. Entonces pensó en entrar dentro y acurrucarse junto a Miriam, quizás aquella noche se dignara a darle un poco de placer entre tanta miseria. Si no se iría al pueblo a beber unas jarras y a olvidarse de todo, y se metería en los brazos de la brabucona Nadia, la rusa que le mangaba las alforjas cuando se caía de pura borrachera.
 Así lo hicieron su abuelo, y también su padre y así sería durante muchas generaciones. La luna llena se elevaba en el cielo e iluminaba el granero quemado, recordándole que algún día tendría que ponerse manos a la obra y arreglarlo.
 
 
 
Al llegar Ana estaba en la cocina, la saludó con un beso en la mejilla que ella  esquivó sin signos de agresividad; se sentó en la terraza, Venus refulgía esplendorosa en el horizonte y la luna parecía un fantasma en forma de rodaja de sandia, como un payaso que exhibía una gran risotada ante su triste situación. Había sido un día complicado, por la mañana en el taller y por la tarde sacaba algún dinero en la tienda de Sergio para darles una mejor vida a los chicos, a esos dos revoltosos que apenas le habían saludado.
Al llegar a casa Ana ya  los tenia bañados, y casi cenados; pensó en como conseguía callarlos nada más él llegaba, y cómo conseguía que se durmieran enseguida dándole tiempo apenas a darles un beso en la carita. No había pasado ni una hora y se había hecho un silencio total en a casa; el único ruido que se escuchaba era el pedal de la máquina de coser de su esposa, con un chirrido rutinario y lastimero – chirrik-chirrat-chirrit-chirrat. Cosía ropa para los muchachos. Fue a coger agua a la cocina, el fregadero estaba de tiestos hasta arriba y los chicos habían recogido la mesa a medias, guardó el pan y la mayonesa; se le vino el pensamiento de fregar todo aquello, pero no sabía dónde guardar las cosas, ni dónde ponerlas a escurrir, al fin y al cabo aquello no era cosa de hombres.
Ana se ocupaba de la casa y de los chicos cómo debía ser; bastante tenía él con trabajar en dos sitios para llevar dinero a casa y pagar la maldita hipoteca que les tenía siempre asfixiados.
Hacía calor, se sentó otra vez frente a la luna, esta vez Venus se reía abiertamente de él, siguió perdido en sus pensamientos, reconoció que no sabía cuánto tiempo hacía que no hacían el amor, quizás meses, tal vez años. Ana aprovechaba las horas de la noche para adelantar trabajo, con algunos arreglos que hacía al vecindario se sacaba unas pesetas  con las que luego se compraba algún pequeño capricho o le pagaba algún regalo a él. La última vez fue una verdadera sorpresa, había hecho un gran esfuerzo y le había comprado un pequeño televisor que hizo las delicias de los chicos cuando emitieron la llegada del hombre a la luna; pensó en lo bonito que hubiese sido poderlo ver en color, como en la realidad; pero supuso que aquello era una ridiculez, siempre había tenido demasiada fantasía.
En la luna estaba él hacía tiempo; hacía tiempo que tenía algunos devaneos con  aquella putilla del número tres, de la que sólo sabía que lo único que no le guardaba era fidelidad. A ratos, entre hora y hora, la visitaba y por algunas monedas o una invitación a cenar o algún regalito, le hacía aquellos caprichos que Ana nunca entendería; aunque últimamente le estaba perdiendo las ganas porque llevaba unas semanas con unos picores extraños en sus partes.
Regresó a la cocina, hacía mucho calor, al pasar por el salón besó a Ana en la coronilla, ésta se encogió, ¿de frio?; le dijo que le quedaba aún un buen rato, que también tenía que acabar los uniformes de los chicos, aunque no entendía su prisa pues el cole no empezaría hasta mediados de Septiembre y estaban en Julio. Pensó en lo desordenada que estaba la cocina, bebió agua y pensó en la putilla del tres y en aquellos caprichos que no le importaba hacer. Se sentó de nuevo en la terraza, la luna vieja sonreía casi a la altura de su mano, y Venus le cantaba cómo un pajarillo en la punta de su carcajada. La vieja Hécate esa noche no quería dejar de hacer sus maldades y sabía que aquella noche no vería  a la del tres, pero quizás mañana la friolera Selene dormiría sola una noche más.
Mientras Ana cosía, chirrit-chirrat-chirrit-chirrat , sonaban las voces metálicas de la conversación de la película que veía en la tele, una maravillosa y explosiva Elizabeth Taylor se exhibía en un papel fantástico en “ Quién teme a Virginia Woolf”, fueron a verla al cine y a Ana no le gustó, pensó que ni siquiera lo recordaba. La luminaria nocturna seguía subiendo, ya superaba la altura de sus ojos y tenía que llevar la cabeza hacia atrás para verla, seguía riéndose de él, pensó que algunos hombres decían que se volvían locos mirándola, pensó que él se volvía loco mirando a la del tres y disfrutando de sus caprichitos, y sino con la Liz, con aquella vocecita de caramelo. Ana cesó un rato, y la escuchó suspirar cómo si pudiera escuchar sus pensamientos.  Ella era guapa, pero no tanto, quizás si se arreglara un poco más, quizás si adelgazara un poco, dirigió su mirada una vez más  a la luna, a la mañana hablaría con la del tres para quedar a cenar.  Ana tenía mucha costura aún que hacer y al fin y al cabo tampoco le interesaba demasiado el sexo ni aquellos jueguecitos y últimamente ninguno. La luna cenicienta figuraba como envuelta en una extraña sombra, Venus parecía dominar todo el cielo y esto le ayudó a sentenciar sus pensamientos, mañana le tocaría jugar.
Así lo haría, ella se lo buscaba, así lo habían hecho sus abuelos, porque un hombre que no se desahoga sí que se puede volver loco. Así lo había hecho su padre y también muchos hombres hasta generaciones antes y después de él. La sonrisa de Soma, parecía haberse puesto un velo para ocultar su decepción, se quitó esos extraños pensamientos de la cabeza y decidió tomarse una aspirina antes de ir a la cama, aquel maldito dolor en la ingle lo estaba matando. El sonido de la máquina chirrit-chirrat-chirrit-chirrat,  sonaba al fondo del pasillo.
 
 
 
 
Regresaba a casa, era bastante tarde y las luces se difuminaban en cada lateral de la carretera; pensaba en como se había ido metiendo en tantos líos a lo largo de los años, creía ver en cada cara de los desconocidos de la calle, una mujer con la que hubiera tenido una aventura. Eran algunas, quizás no tantas, pero a lo largo de los años la mochila de su infidelidad pesaba como si llevara un saco de piedras o de plomo a la espalda. Aceleró, el deportivo que se desplazaba ágil y flexible por la carretera nueva. Ya una vez tuvo un susto con el coche, se le fue la mano pensando en yoquesé y terminó contra una farola, entonces ya pensó en cambiar su forma de vida. Recordaba haberlo hablado con su cuñado, quizás con las hermanas de su mujer; pero daba igual, no había cambiado nada, seguía fumando a pesar de lo del pulmón y también seguía malviviendo, insatisfecho con todo lo que le rodeaba. Aminoró la marcha, el mar se vislumbraba hermoso, como en un cuadro de Sorolla a un lado y otro de la carretera.
Pensó en su mujer, en cuando la conoció, era una chica bajita y diminuta con una hermosa cabellera risada que le llegaba hasta media espalda. Era muy guapa, tímida, casi transparente,  una princesa a la que salvar de su ogro y él se ocupó y la salvó, la sacó de aquel castillo donde la tenían encerrada y le ofreció su refugio. Quizás no reparó en que era demasiado callada, demasiado tímida o demasiado…, demasiado para él. Ya hubo infidelidades de novios, y ella parecía no notarlo nunca, ¿cómo no verlo?, eso cada vez le dio más permiso para hacer lo que quería. Quizás si le hubiese reñido, si hubiesen peleado entonces por eso, él habría valorado su poder, su fuerza, su amor. Entonces la cosa fue cada vez a peor, primero cuando nació el niño, y cada vez que nacía un niño era peor, hubo varios amagos de separación pero nunca llegaron a consumarlo. Parecía que ella se volcaba en cualquier cosa que no fuera él, él, que había sido el niño de su madre, el héroe que la sacó de las garras de su padre ogro, él había sido el amor de su vida, y ahora ni siquiera lo miraba.
A veces cuando llegaba tarde como hoy, ella estaba dormida, y se echaba a un lado, hasta casi caerse de la cama. ¿Sabía ella que había estado con otra?, ¿era su olor el que lo delataba?, no se entendía a sí mismo, no sabía si haría el amor con otra y con otra y con otra, mañana mismo. Solo sabía que su vida era triste, que nadaba entre amores platónicos y su criada en casa. Sabía que esos amores que practicaba a escondidas, entre restaurantes ocultos y camas ajenas le pasaban factura, a la última que llevaba años alrededor de él, una niña rubia y gorda de rizos, que vivía sola con su padre y su madre hipocondriaca, como la de él; le había sacado un ordenador, siempre le sacaban algo, ya no sabía qué mentira inventar para esconder esos gastos fortuitos, para callarles la boca y que no hablaran demasiado.
El coche se desplazaba suave al entrar en la ciudad, la rotonda tenía varias farolas alrededor, pensó en el golpe con el coche y suavizó la marcha, llegaba tarde, no era ni la primera ni la última vez. Sabía lo que tendría que aguantar ahora, su eterna desconfianza, su mirada que le abría las carnes, a veces ya esas miradas se multiplicaban en sus hijos.  Ya no se les podía engañar, eran mayores y se daban cuenta de todo; pero él había sido un buen padre, casi nunca decía que no, y les acompañaba al futbol, donde también tenía un par de mamás agobiadas que no eran entendidas por sus maridos y él como siempre las salvaba de su tedio, tirándolas suavemente sobre sus camas en las horas que sus maridos no estaban.
¿Acaso no era un buen marido?, ¿les faltaba algo?, había trabajado como un negro, había luchado por superarse a sí mismo, al fin y al cabo había nacido en uno de los peores barrios de la ciudad y había surgido de una familia llena de problemas mentales, su misma madre había sido hipocondriaca, y su mujer se había negado a cuidarla. Y aquello les separó mucho, él adoraba a su madre, pero eso era cosa de mujeres, él no tenía que cuidarla, porque ¿qué podía saber él acerca de una mujer mayor?
Era tarde, como casi siempre que estaba con otra, entraría en la casa bien callado, y ella se haría la dormida como casi siempre, se echaría al otro lado de la cama. Hacía años que no la quería, ni siquiera la valoraba como persona, ni como mujer. Ya no era bonita y muñequita como cuando la conoció, era simplemente la madre de sus hijos. La mujer de su casa. La mujer que cocinaba como a él le gustaba. La mujer que le ponía la mesa, que le servía el plato, que le ponía el café a su gusto, y le tenía la botella de su whisky en el aparador; pero era eso simplemente una mujer, como otro cualquiera. Todas querían lo mismo, su dinero, por eso le tenían que aguantar todo lo que fuera, porque él les daba lo que necesitaban. Él era el macho, el hombre, el trabajador, el dador, él era el proveedor, y si las proveía tenían que aceptarlo como era.
 
 
 
 
Se dirigió Dios al tabernáculo de su Olimpo, recreose entonces después de un duro día de escuchas de ruegos y plegarias, no había habido demasiados agradecimientos.
Miró al horizonte allí por donde se encendían  su sol y su luna. Recordó su obra en su totalidad y supo que lo hecho era bueno; reflexionó y reparó en los grandes defectos que debe de tener una buena creación y supo que lo hecho era bastante bueno.
Se acomodó allí en su diván y en su soledad de Dios totalitario y único, se le vino a la mente el gran defecto de su creación. Jugueteó con el lodo a sus pies y hombre y mujer los creó. Uno al lado del otro dándose la mano y entonces decidió que aquel no había sido un buen día. Reparó en el gran defecto de su creación, pensó que nadie ni nada debe de salir de la costilla de nada ni de nadie. Miró con cariño  a las figurillas a sus pies, pensó en cuánto había aprendido de ellas y cuánto de difícil se lo había puesto; entonces pensó en su creación y pensó en cuánto de caro le había costado a aquella pequeña figura femenina lo de salir de una costilla de aquel hombre; pensó en cuántas cosas se habían torcido desde entonces.
Cogió entre sus manos la figurilla femenina y le moldeó una barriguita insipiente y sopló suavemente en su ombligo, la depositó junto al varón y entrelazó sus manos. Entonces miró su obra, la totalidad de su obra, se puso de pié y arrasó con todo porque tenía derecho porque lo había creado él. Arrasó el cielo, las estrellas y los planetas. Arrasó la tierra entera. Arrasó a los animales y al hombre y pensó que aquello sería bueno.
Entonces recogió sus nuevas figurillas de lodo y les dio un planeta al que llamó nueva tierra y lo pobló de animales y plantas, y creó un nuevo cielo lleno de estrellas y planetas, con un sol y una luna. Cogió a sus nuevas criaturas y así cogidos de la mano les insufló vida y les dijo:
-       Aquí os creo hombre y mujer, mujer y hombre, para que os acompañéis, para que os respetéis, para que os améis, para que trabajéis juntos y dotéis a vuestra vida de cosas buenas. En este mundo que os doy, no habrá prohibiciones sino las que ustedes mismo os impongáis, seréis respetuosos el uno con el otro y el otro con el uno y valorareis cada uno la situación del otro. Y hombre te digo que entre todas las criaturas de esta tierra, la más maravillosa es la mujer porque en ella como en un baúl está guardada la semilla del hijo de Dios. Disfrutar juntos de vuestra estancia aquí porque la vida sólo es eterna para Dios.
Así habló Dios entonces a los nuevos inquilinos de su Edén y pudo entonces descansar feliz después del trabajo bien hecho. Antes de cerrar los ojos pudo ver al hombre y a la mujer observando curiosos todo lo que les rodeaba, y le hizo feliz cuando pudo ver que iban desnudos y que iban cogidos de la mano. Entonces valoró que lo hecho era muy bueno y así  pudo por fin dormir y descansar de su duro trabajo, mientras su diosa Era le besaba la coronilla acurrucada en sus brazos.

Ese, el camino de tu literatura


En esta mañana donde se adormecen los sentidos,
la oscuridad que obliga a pensar a media luz.
Cobro el sentido del sinsentido de una, mi existencia,
una existencia finita en la que descansa la inquietud.
Busco el lugar exacto, ese, el de las cosas,
de las cosas que no tienen lugar.
Ni siquiera un rincón efímero de mi memoria.
Indago hasta la médula de ese, el conocimiento incierto,
conocimiento que nunca es bastante, ni suficiente…
Abro la puerta de la curiosidad innata.
Ilumino la mañana con letras que bailan coquetas ante mis ojos.
Se visten señoritas de tomo y lomo, ahora azul, ahora rojo;
Busco en el armario de mi memoria a través de tu palabra.
Encuentro tu camino, el camino de baldosas amarillas,
 Ese, ese que perdí ayer.