Uno penetró en la cueva, inmediatamente y como siempre soltó
unos aullidos y sonidos guturales que salieron espontáneos de su joven garganta
avisando a las mujeres que trabajaban al fondo de la sala de que lo que entraba
no era ningún tipo de peligro, si no cualquiera de ellas no hubiese dudado en
clavarle uno o varios de sus arpones microlitos con los que hubiese encontrado
una muerte segura. Sabía que las mujeres todas a una, se ocupaban del hogar, de
los niños, de los alimentos, de los utensilios que tanto les costaba
confeccionar, éstas le rodearon inmediatamente despojándolo de su carga, dos
enormes ciervos que arrastraba en unas rudimentarias angarillas. Tardó un rato
en alejarlas de él, sólo se limitó a refrenar el ímpetu de las féminas, pues
tenía que visitar el altar al fondo de la cueva, aún le quedaba un rato de
vueltas y revueltas hasta llegar al lugar de las ofrendas. El lugar se le
reveló mágico y extraño, el chamán estaba sentado junto al agua de vida y le
invitó a enjuagarse, lavarse las manos de la sangre era imprescindible pues los
hombres enfermaban si se la dejaban secar en la piel. El chamán le alargó unas
hierbas secas para secarse y luego le invitó a cantar y plasmar en la piedra su
caza, Uno dibujó dos ciervos altos y preciosos, plasmó la vida que él mismo con
sus propias manos les había quitado, de esta forma sus almas volverían en forma
de caza mejor a la tierra. El chamán le ungió la frente de polvo de piedra
sanguina y ocre y le colgó los amuletos de nuevo al cuello recargados para una
nueva jornada de caza, el frio estaba ya por llegar.
Al regresar a la sala, las mujeres ya estaban limpiando las
presas y despedazándolas con las herramientas de sílex, las observó y les atusó
el pelo a los chiquillos que jugaban a
cazadores alrededor de ellas. Se colocó en la entrada de la cueva, la
luna salía ya por el cenit, y le recordaba lo efímero de su vida, de la vida de
aquellos ciervos y quizás de la del viejo chamán que masticó ya apenas sin
dientes el corazón y las vísceras crudas del animal. Recordó cuando era un
chiquillo, jugaba alrededor de las
mujeres y las ayudaba en sus juegos a moler el grano contra la piedra en un
movimiento que ahora se le antojaba relajante y apetecible, con un vaivén en
los que los senos de las dadoras no dejaban de ir y venir adelante y atrás;
mientras su canticos arrullaban el momento de la molienda. También recordaba el
momento de curtir las pieles, a los niños les daban un canto redondo para
curtirlas con arena y sal, mientras que las mujeres maduras usaban la raederas
de fina hoja para afinarlas y dejarlas suaves y tersas sin trozos ni marcas de
restos orgánicos. Deseó ser niño otra vez, pero sus doce años lunares le
obligaban a ser todo un hombre adulto, y debía de ocuparse de otros menesteres
más propios de los hombres dignos de su tribu, como la caza, la lucha, y también
el cuidado del clan. A los siete años ya lo iniciaron en los ritos, y le
enseñaron su nuevo oficio, ya había plantado alguna semilla.Tana, la curandera
le había dejado ver que era un buen hacedor, porque ella siempre quedaba
satisfecha. Aunque Tana ya era algo mayor y sus últimos hijos habían quedado
bajo tierra en el camino, por eso la llamaban “la mujer que vierte sus
lagrimas” pues había sembrado de pequeños menhires todo el camino hasta la nueva
cueva. Dirigió su mirada a las mujeres, pensó que quizás esa noche, en los ritos
de la cena, nombrarían a Yai, su hermana de seno, la miró un buen rato y sintió
que su sexo se elevaba por debajo de la piel hacia la luna; pero sabía que no
podía verter aún su mies en la tierra de Yai, porque ella era la heredera de
Tana y nadie podría ensuciar su tierra mientras que el chamán no lo autorizara.
Además sabía que Yai estaba bajo el influjo de la luna la cual había marcado
sus brazos con la sangre de la diosa y que ni siquiera se debería atrever a mirarla hasta que pasaran los días
de la sangre.
Después de la cena tendría que escoger mujer, y pensaba
escoger a Tana, tenía el derecho porque había cobrado dos piezas grandes, y
Tana no le exigiría demasiado, sólo se le presentaría como una loba mansa
ofreciéndole sus enormes glúteos y luego le diría cosas bonitas y halagadoras
porque siempre se portaba bien con ella
y le regalaba las vísceras para que ella estuviese sana y bien alimentada. Al
fin y al cabo ella ya había curado sus heridas muchas veces después de la caza,
aunque a veces no entendía sus continuas lagrimas.
Si, tendría que esperar aún un tiempo a que Yai fuera la
poseedora de las hierbas y el grano, ni siquiera el chamán era capaz de poseer
un bien tan preciado. Yai aún tenía ocho años lunares y aunque sus brazos ya
habían sido teñidos de la sangre de la diosa, aún no podía volcar en ella su
simiente; a veces habían ido al rio y habían jugado a verter la semilla, pero
no podían pasar de esos juegos, porque si Yai hubiese sido fecundada, su
corazón se rompería en pedazos del dolor, y eso no lo deseaba él, por eso se
contentaba con Tana que era buena amante y mejor dadora.
A veces recordando
aquellos momentos en el rio,
pensaba cosas extrañas como por ejemplo que él fuese el único que
pudiese imponer su semilla a Yai, pero se quitaba estas locas ideas de la
cabeza pues sabía que una vez fuera la poseedora de las hierbas y las semillas
pasaría a ser la dadora y todo el clan tendría derecho a plantar en ella su
semilla a cambio de hierbas y semillas; de esta forma Tana pasaría al lugar de
los viejos a pesar de que sólo tenía diecisiete años; pero sus piernas ya se
resentían y a veces las mujeres más jóvenes la echaban a un lado para aligerar
las labores, así de esa forma ella sólo se dedicaba a los niños del clan, que eran los únicos que con sus ruidos y sus
juegos conseguían que amainaran sus eternas lagrimas.
Así la tribu aseguraba el nuevo nacimiento con cada cambio
de estación de hijos fuertes que pasarían a cazar y a dotar al clan de nuevos
elementos para subsistir. Así lo hizo su padre, así lo hizo su abuelo y muchas
generaciones antes y después de él. La luna se elevaba allá en el horizonte, y
delante de su luz creciente viajaba una bandada de cigüeñas.
El sol se ocultaba por encima de las montañas, metió al asno
y los arreos en el establo y dejó que el cubo de agua fría cayera sobre sus
doloridos hombros, se observó la cicatriz en la pierna, se la acarició tubo la
sensación de que aún dolía. Se secó y vistió rápido, hacía frio. Se dirigió a
la casa, Miriam tampoco había vuelto a ser la misma; pero sus cicatrices eran
de otro tipo. Se sentó a observar la puesta del sol, era otoño. Recordó el día,
permanecía en su retina como el paisaje que tenía delante, triste y
desdibujado. Estuvo echando cubos de agua en el granero desde que descubrió el incendio
hasta bien avanzada la noche, la culpa fue de un rayo que produjo la tormenta
seca de verano, sabía desde el primer momento que aquello lo pagarían bien
caro.
Sabía que a pesar de haber cumplido con su formariage, y pagado su censo todos los
años, su señor se revelaría a aquel accidente. También había cumplido mientras
fue joven con sus cuarenta días de lucha al año y luego le había ofrecido a su
hijo mayor para el ejercito del señor. Miriam no le había perdonado aquello, cuando
el chico con sólo doce años se alejó mirando repetidas veces para detrás y
diciéndoles adiós con la mano. Recordaba
aún como pudo escabullir el iux primae noctis a cambio de un precioso percherón blanco, que
le costó los ahorros de toda una vida, aún así recibieron su tarro de miel y
sus dos gallinas porque el señor al fin y al cabo no era un mal señor. Pero
también sabía que este no perdonaría el perder las mieses que le reclamaban
todos los años el obispado, porque eso significaba perder el derecho de guarda,
eso no se lo iba a perdonar a pesar de que Miriam cosía las ropas de todo el
personal de su servicio y nunca le pedía nada a cambio.
Ella cuidaba sin falta del campo, el pequeño terreno que
tenían frente a la casa, limpiaba la casa, daba de comer a los animales y
curaba con extraños artes de brujería que el señor hacía como que ignoraba, a
la tropa después de la batalla. Pero aquella noche, se lo había dicho, que
mojara el techo del granero por lo de la tormenta seca y no le hizo caso una
vez más, se lo advirtió, mejor trigo mojado que quemado.
Entonces, se quemó todo, el trigo, el granero, los dos
caballos, y también los aperos de labranza. Vino entonces el señor, claro que
vino corriendo a cobrarse su derecho de pernada. Los había avisado, les pasaría
todo menos la pérdida del trigo y la sal. Ya lloraron cuando se llevó a Pedro
con apenas doce años, Miguel se quedó con ellos para ayudar en el campo, eran
gemelos.
Los ataron a un árbol, gritó, gritaron hasta enmudecer, por
eso le golpearon en las piernas con el azadón y se reían de él. Cuando el señor
salió borracho como una cuba, hizo un pecho en el tronco que descansaba en la
entrada de la casa y con el mismo azadón cortó las cuerdas que les ataban. Se
llevaron a Miguel para ayudar en la batalla, sabía que no le volvería a ver.
Sólo se dirigió a él para decirle - Dile que se ande con cuidado a la bruja de
tu mujer; y esta talla significa que me debes los diezmos por el granero
quemado hasta que acabe la deuda - Pensó que no tendría vida bastante para
pagar jamás aquella deuda.
Cuando entró en la casa Miriam estaba hecha un giñapo al pié
de la mesa de la cocina, nunca creyó que el señor en persona fuera capaz de
hacer aquello, la levantó y la curó, había sido un bestia, ella no habló ni se
levantó de la cama durante días. Aún así le indicó unas cataplasmas para curar
su pierna. Cuando por fin lo hizo nunca
fue la misma, decidió regresar a sus labores pero era como si estuviese muerta
en vida.
Allí fuera, sentado en el tronco de la talla, pensaba en
ayudarla, en encender el fuego, en cocinar, no debía de ser tan difícil, quizás
en poner la mesa; pero sencillamente no lo había hecho nunca, aquello era un
trabajo de mujeres, ella tendría que reponerse algún día. Y tendría que
reponerse pronto porque tenían que traer un hijo si querían tener una vejez
feliz. Pensaba en sus ojos sin brillo, y también en lo fuerte que era, pensaba
también en su bonita voz que cantaba alguna canción que escuchaba en el
castillo, pero ahora sólo escuchaba silencio y ese silencio le rompía el alma ,
entonces pensaba en el granero, en los caballos, en los aperos de labranza que
ahora no existían, en el trigo. Todo, todo estaba destruido. Entonces sintió
que se le humedecían los ojos, pensó que eran lágrimas, pero no lo eran, era el
humo y las cenizas que movía el viento, que aún salía del granero. No había
caído ni una gota de lluvia desde aquel día, quizás para cuando lloviera
cambiaría el tiempo y brotaría la mies. Entonces pensó en entrar dentro y
acurrucarse junto a Miriam, quizás aquella noche se dignara a darle un poco de
placer entre tanta miseria. Si no se iría al pueblo a beber unas jarras y a
olvidarse de todo, y se metería en los brazos de la brabucona Nadia, la rusa
que le mangaba las alforjas cuando se caía de pura borrachera.
Así lo hicieron su
abuelo, y también su padre y así sería durante muchas generaciones. La luna
llena se elevaba en el cielo e iluminaba el granero quemado, recordándole que
algún día tendría que ponerse manos a la obra y arreglarlo.
Al llegar Ana estaba en la cocina, la saludó con un beso en
la mejilla que ella esquivó sin signos
de agresividad; se sentó en la terraza, Venus refulgía esplendorosa en el
horizonte y la luna parecía un fantasma en forma de rodaja de sandia, como un
payaso que exhibía una gran risotada ante su triste situación. Había sido un
día complicado, por la mañana en el taller y por la tarde sacaba algún dinero
en la tienda de Sergio para darles una mejor vida a los chicos, a esos dos
revoltosos que apenas le habían saludado.
Al llegar a casa Ana ya
los tenia bañados, y casi cenados; pensó en como conseguía callarlos
nada más él llegaba, y cómo conseguía que se durmieran enseguida dándole tiempo
apenas a darles un beso en la carita. No había pasado ni una hora y se había
hecho un silencio total en a casa; el único ruido que se escuchaba era el pedal
de la máquina de coser de su esposa, con un chirrido rutinario y lastimero –
chirrik-chirrat-chirrit-chirrat. Cosía ropa para los muchachos. Fue a coger
agua a la cocina, el fregadero estaba de tiestos hasta arriba y los chicos
habían recogido la mesa a medias, guardó el pan y la mayonesa; se le vino el
pensamiento de fregar todo aquello, pero no sabía dónde guardar las cosas, ni
dónde ponerlas a escurrir, al fin y al cabo aquello no era cosa de hombres.
Ana se ocupaba de la casa y de los chicos cómo debía ser;
bastante tenía él con trabajar en dos sitios para llevar dinero a casa y pagar
la maldita hipoteca que les tenía siempre asfixiados.
Hacía calor, se sentó otra vez frente a la luna, esta vez
Venus se reía abiertamente de él, siguió perdido en sus pensamientos, reconoció
que no sabía cuánto tiempo hacía que no hacían el amor, quizás meses, tal vez
años. Ana aprovechaba las horas de la noche para adelantar trabajo, con algunos
arreglos que hacía al vecindario se sacaba unas pesetas con las que luego se compraba algún pequeño
capricho o le pagaba algún regalo a él. La última vez fue una verdadera
sorpresa, había hecho un gran esfuerzo y le había comprado un pequeño televisor
que hizo las delicias de los chicos cuando emitieron la llegada del hombre a la
luna; pensó en lo bonito que hubiese sido poderlo ver en color, como en la
realidad; pero supuso que aquello era una ridiculez, siempre había tenido
demasiada fantasía.
En la luna estaba él hacía tiempo; hacía tiempo que tenía
algunos devaneos con aquella putilla del
número tres, de la que sólo sabía que lo único que no le guardaba era
fidelidad. A ratos, entre hora y hora, la visitaba y por algunas monedas o una
invitación a cenar o algún regalito, le hacía aquellos caprichos que Ana nunca
entendería; aunque últimamente le estaba perdiendo las ganas porque llevaba
unas semanas con unos picores extraños en sus partes.
Regresó a la cocina, hacía mucho calor, al pasar por el
salón besó a Ana en la coronilla, ésta se encogió, ¿de frio?; le dijo que le
quedaba aún un buen rato, que también tenía que acabar los uniformes de los chicos,
aunque no entendía su prisa pues el cole no empezaría hasta mediados de
Septiembre y estaban en Julio. Pensó en lo desordenada que estaba la cocina,
bebió agua y pensó en la putilla del tres y en aquellos caprichos que no le
importaba hacer. Se sentó de nuevo en la terraza, la luna vieja sonreía casi a
la altura de su mano, y Venus le cantaba cómo un pajarillo en la punta de su
carcajada. La vieja Hécate esa noche no quería dejar de hacer sus maldades y
sabía que aquella noche no vería a la
del tres, pero quizás mañana la friolera Selene dormiría sola una noche más.
Mientras Ana cosía, chirrit-chirrat-chirrit-chirrat ,
sonaban las voces metálicas de la conversación de la película que veía en la
tele, una maravillosa y explosiva Elizabeth Taylor se exhibía en un papel
fantástico en “ Quién teme a Virginia Woolf”, fueron a verla al cine y a Ana no
le gustó, pensó que ni siquiera lo recordaba. La luminaria nocturna seguía
subiendo, ya superaba la altura de sus ojos y tenía que llevar la cabeza hacia
atrás para verla, seguía riéndose de él, pensó que algunos hombres decían que
se volvían locos mirándola, pensó que él se volvía loco mirando a la del tres y
disfrutando de sus caprichitos, y sino con la Liz, con aquella vocecita de
caramelo. Ana cesó un rato, y la escuchó suspirar cómo si pudiera escuchar sus
pensamientos. Ella era guapa, pero no
tanto, quizás si se arreglara un poco más, quizás si adelgazara un poco,
dirigió su mirada una vez más a la luna,
a la mañana hablaría con la del tres para quedar a cenar. Ana tenía mucha costura aún que hacer y al fin
y al cabo tampoco le interesaba demasiado el sexo ni aquellos jueguecitos y
últimamente ninguno. La luna cenicienta figuraba como envuelta en una extraña
sombra, Venus parecía dominar todo el cielo y esto le ayudó a sentenciar sus
pensamientos, mañana le tocaría jugar.
Así lo haría, ella se lo buscaba, así lo habían hecho sus
abuelos, porque un hombre que no se desahoga sí que se puede volver loco. Así
lo había hecho su padre y también muchos hombres hasta generaciones antes y
después de él. La sonrisa de Soma, parecía haberse puesto un velo para ocultar
su decepción, se quitó esos extraños pensamientos de la cabeza y decidió
tomarse una aspirina antes de ir a la cama, aquel maldito dolor en la ingle lo
estaba matando. El sonido de la máquina chirrit-chirrat-chirrit-chirrat, sonaba al fondo del pasillo.
Regresaba a casa, era bastante tarde y las luces se
difuminaban en cada lateral de la carretera; pensaba en como se había ido
metiendo en tantos líos a lo largo de los años, creía ver en cada cara de los
desconocidos de la calle, una mujer con la que hubiera tenido una aventura.
Eran algunas, quizás no tantas, pero a lo largo de los años la mochila de su
infidelidad pesaba como si llevara un saco de piedras o de plomo a la espalda.
Aceleró, el deportivo que se desplazaba ágil y flexible por la carretera nueva.
Ya una vez tuvo un susto con el coche, se le fue la mano pensando en yoquesé y terminó contra una farola,
entonces ya pensó en cambiar su forma de vida. Recordaba haberlo hablado con su
cuñado, quizás con las hermanas de su mujer; pero daba igual, no había cambiado
nada, seguía fumando a pesar de lo del pulmón y también seguía malviviendo,
insatisfecho con todo lo que le rodeaba. Aminoró la marcha, el mar se
vislumbraba hermoso, como en un cuadro de Sorolla a un lado y otro de la
carretera.
Pensó en su mujer, en cuando la conoció, era una chica
bajita y diminuta con una hermosa cabellera risada que le llegaba hasta media
espalda. Era muy guapa, tímida, casi transparente, una princesa a la que salvar de su ogro y él
se ocupó y la salvó, la sacó de aquel castillo donde la tenían encerrada y le
ofreció su refugio. Quizás no reparó en que era demasiado callada, demasiado
tímida o demasiado…, demasiado para él. Ya hubo infidelidades de novios, y ella
parecía no notarlo nunca, ¿cómo no verlo?, eso cada vez le dio más permiso para
hacer lo que quería. Quizás si le hubiese reñido, si hubiesen peleado entonces
por eso, él habría valorado su poder, su fuerza, su amor. Entonces la cosa fue
cada vez a peor, primero cuando nació el niño, y cada vez que nacía un niño era
peor, hubo varios amagos de separación pero nunca llegaron a consumarlo.
Parecía que ella se volcaba en cualquier cosa que no fuera él, él, que había
sido el niño de su madre, el héroe que la sacó de las garras de su padre ogro,
él había sido el amor de su vida, y ahora ni siquiera lo miraba.
A veces cuando llegaba tarde como hoy, ella estaba dormida,
y se echaba a un lado, hasta casi caerse de la cama. ¿Sabía ella que había
estado con otra?, ¿era su olor el que lo delataba?, no se entendía a sí mismo,
no sabía si haría el amor con otra y con otra y con otra, mañana mismo. Solo
sabía que su vida era triste, que nadaba entre amores platónicos y su criada en
casa. Sabía que esos amores que practicaba a escondidas, entre restaurantes
ocultos y camas ajenas le pasaban factura, a la última que llevaba años
alrededor de él, una niña rubia y gorda de rizos, que vivía sola con su padre y
su madre hipocondriaca, como la de él; le había sacado un ordenador, siempre le
sacaban algo, ya no sabía qué mentira inventar para esconder esos gastos
fortuitos, para callarles la boca y que no hablaran demasiado.
El coche se desplazaba suave al entrar en la ciudad, la
rotonda tenía varias farolas alrededor, pensó en el golpe con el coche y
suavizó la marcha, llegaba tarde, no era ni la primera ni la última vez. Sabía
lo que tendría que aguantar ahora, su eterna desconfianza, su mirada que le
abría las carnes, a veces ya esas miradas se multiplicaban en sus hijos. Ya no se les podía engañar, eran mayores y se
daban cuenta de todo; pero él había sido un buen padre, casi nunca decía que
no, y les acompañaba al futbol, donde también tenía un par de mamás agobiadas
que no eran entendidas por sus maridos y él como siempre las salvaba de su
tedio, tirándolas suavemente sobre sus camas en las horas que sus maridos no
estaban.
¿Acaso no era un buen marido?, ¿les faltaba algo?, había
trabajado como un negro, había luchado por superarse a sí mismo, al fin y al
cabo había nacido en uno de los peores barrios de la ciudad y había surgido de
una familia llena de problemas mentales, su misma madre había sido
hipocondriaca, y su mujer se había negado a cuidarla. Y aquello les separó
mucho, él adoraba a su madre, pero eso era cosa de mujeres, él no tenía que
cuidarla, porque ¿qué podía saber él acerca de una mujer mayor?
Era tarde, como casi siempre que estaba con otra, entraría
en la casa bien callado, y ella se haría la dormida como casi siempre, se echaría
al otro lado de la cama. Hacía años que no la quería, ni siquiera la valoraba
como persona, ni como mujer. Ya no era bonita y muñequita como cuando la
conoció, era simplemente la madre de sus hijos. La mujer de su casa. La mujer
que cocinaba como a él le gustaba. La mujer que le ponía la mesa, que le servía
el plato, que le ponía el café a su gusto, y le tenía la botella de su whisky
en el aparador; pero era eso simplemente una mujer, como otro cualquiera. Todas
querían lo mismo, su dinero, por eso le tenían que aguantar todo lo que fuera,
porque él les daba lo que necesitaban. Él era el macho, el hombre, el
trabajador, el dador, él era el proveedor, y si las proveía tenían que
aceptarlo como era.
Se dirigió Dios al tabernáculo de su Olimpo, recreose entonces después de un duro día
de escuchas de ruegos y plegarias, no había habido demasiados agradecimientos.
Miró al horizonte allí por donde se encendían su sol y su luna. Recordó su obra en su
totalidad y supo que lo hecho era bueno; reflexionó y reparó en los grandes
defectos que debe de tener una buena creación y supo que lo hecho era bastante
bueno.
Se acomodó allí en su diván y en su soledad de Dios
totalitario y único, se le vino a la mente el gran defecto de su creación.
Jugueteó con el lodo a sus pies y hombre y mujer los creó. Uno al lado del otro
dándose la mano y entonces decidió que aquel no había sido un buen día. Reparó
en el gran defecto de su creación, pensó que nadie ni nada debe de salir de la
costilla de nada ni de nadie. Miró con cariño
a las figurillas a sus pies, pensó en cuánto había aprendido de ellas y
cuánto de difícil se lo había puesto; entonces pensó en su creación y pensó en
cuánto de caro le había costado a aquella pequeña figura femenina lo de salir
de una costilla de aquel hombre; pensó en cuántas cosas se habían torcido desde
entonces.
Cogió entre sus manos la figurilla femenina y le moldeó una
barriguita insipiente y sopló suavemente en su ombligo, la depositó junto al
varón y entrelazó sus manos. Entonces miró su obra, la totalidad de su obra, se
puso de pié y arrasó con todo porque tenía derecho porque lo había creado él.
Arrasó el cielo, las estrellas y los planetas. Arrasó la tierra entera. Arrasó
a los animales y al hombre y pensó que aquello sería bueno.
Entonces recogió sus nuevas figurillas de lodo y les dio un
planeta al que llamó nueva tierra y lo pobló de animales y plantas, y creó un
nuevo cielo lleno de estrellas y planetas, con un sol y una luna. Cogió a sus
nuevas criaturas y así cogidos de la mano les insufló vida y les dijo:
- Aquí
os creo hombre y mujer, mujer y hombre, para que os acompañéis, para que os
respetéis, para que os améis, para que trabajéis juntos y dotéis a vuestra vida
de cosas buenas. En este mundo que os doy, no habrá prohibiciones sino las que
ustedes mismo os impongáis, seréis respetuosos el uno con el otro y el otro con
el uno y valorareis cada uno la situación del otro. Y hombre te digo que entre
todas las criaturas de esta tierra, la más maravillosa es la mujer porque en
ella como en un baúl está guardada la semilla del hijo de Dios. Disfrutar
juntos de vuestra estancia aquí porque la vida sólo es eterna para Dios.
Así habló Dios entonces a los nuevos inquilinos de su Edén y
pudo entonces descansar feliz después del trabajo bien hecho. Antes de cerrar
los ojos pudo ver al hombre y a la mujer observando curiosos todo lo que les
rodeaba, y le hizo feliz cuando pudo ver que iban desnudos y que iban cogidos
de la mano. Entonces valoró que lo hecho era muy bueno y así pudo por fin dormir y descansar de su duro
trabajo, mientras su diosa Era le besaba la coronilla acurrucada en sus brazos.