Una vez tuve un
profesor que era escultor. Yo amaba a ese hombre, no me malinterpreten, lo
amaba no como a mis hijos, a mi madre o a mi pareja, sino de esa otra forma de
amor en la que uno admira ese bien hacer en el proceso creativo que alguien
parece ejecutar con suma facilidad. Yo era torpe con el barro, me peleaba
toscamente con el elemento inerte y húmedo sin conseguir nunca llevar a cabo
ninguna figura con buen fin. Me embelesaba mirando las manos de ese hombre recrear en pocos segundos de
una pieza marrón verdosa, un busto, con la perfección en sus facciones de un
dios griego. Entendía que le cansaban las clases y que aquello no era más que
la forma de costear su vida y a escollos robados a otros retazos de la vida, su
pasión, que era realmente su buen hacer artístico. Presentía con dolor que en
algún momento había tenido que elegir entre ganar dinero o hacer arte a tiempo
completo, y percibía su hartazgo. Buscaba un reflejo de su cansancio en el mío,
aunque provocado por otros motivos quizás menos románticos y algo más mundanos.
Un día fuimos a una
exposición motivados por la escuela, mi profesor exponía un par de piezas.
Vamos a decir que no la vi, tropecé con ella, la esculturilla en cuestión no
era demasiado grande, me disculpé al aire, roja y terriblemente azorada,
mirando alrededor por si alguien se había dado cuenta del casi fiasco que había
provocado. Al mirar la pequeña figura, me llené de sorpresa al ver como un
minúsculo hombrecillo se balanceaba a la altura de mi pecho, a su vez
estaba montado sobre un plátano en media luna y todo
ello oscilaba adelante y atrás a forma de péndulo que arrancaba desde una base esférica fuertemente pegada al suelo. Me quedé un rato mirando la figura hasta que vi
dirigirse hacia mí al grupo de la clase, del que yo queriendo me había alejado para poder
observar todo tranquila. Sólo en aquel momento caí en mirar el nombre de la
figura “Hombre haciendo extraños equilibrios sobre un plátano”. Me sonreí al
leerlo, y me quedé reflexionando sobre ello un buen rato en mi regreso a
la escuela. Allí en la puerta estaba el profesor, al yo llegar, siempre amable,
me saludó. Yo, estúpida, le dije que me había encantado la figura y que si me
daba un precio estaría encantada de poder adquirirla, tal era el asombro que la
pequeña figura había provocado en mí. El me dio un precio, si bien no era
especialmente caro, quedaba fuera de mi alcance, me disculpé y le dije que no
podría comprarla. No voy a negar que esperaba que la abaratara con verdadera
ilusión infantil para que aquella figura pasara a ser parte de mi vida y de mi
casa, pero lejos de darse esa solución, el escultor-profesor entendió aquel
gesto como un desdén, me dijo que una familia importante de Jerez compraría su
figura y que en realidad ya estaba vendida. Le miré sin entender muy bien su
gesto soberbio ¿era realmente importante que yo supiera esa información? O
¿simplemente estaba dejando claro que su trabajo no estaba a mi nivel como
cliente? Aquella reflexión me acompañó hasta casa donde llegué a la conclusión
de que era cierto que aquel hombre estaba ciertamente haciendo extraños
equilibrios no sabía si sobre un plátano o sobre cualquier otro objeto
resbaladizo. Aquella situación dejó un extraño regusto en mi boca durante algún
tiempo y luego olvidé la anécdota, sólo me quedó la imagen de la pequeña
figurilla oscilando insistente adelante y atrás, sin llegar a ningún lugar.
Como otras tantas veces, me vi obligada a abandonar la escuela…La admiración se
diluyó en el tiempo, lo bajé a la categoría de hombre y quedó junto con su figura en el olvido de las anécdotas
cotidianas que algún día contaría a mis nietos.
A veces cuando algún
“hombre” que se agarra a la desesperada a su prepotencia, a su soberbia, a su falsa superioridad patriarcal me hace un feo, me hace de menos, me etiqueta como algo que no soy,
cuchichean a mí alrededor, pienso que me llevé lo mejor de aquella anécdota. Me
imagino a esas personas haciendo equilibrios extraños sobre un plátano y puedo
aseguraros que el momentáneo dolor y ofuscación pasa inmediatamente a convertirse
en una sonrisa interior que hasta cierto punto masoquista compensa la situación, que percibo para tantas mujeres, inevitables. A las horas de la vida que voy cumpliendo tengo todo
un campo lleno de anécdotas de “Hombres haciendo extraños equilibrios sobre
plátanos” y puedo aseguraros que ninguno de ellos ha hecho durante demasiado
tiempo que me olvide de sonreír. Procuro
con buen sentido del humor y una ironía sana tener controlada la extensión de
mi curiosa y mental plantación platanera. Últimamente parece empeñada en
aumentar a más velocidad de lo que yo desearía. Aun así sigo convirtiendo las
pequeñas decepciones en sonrisas, y no me olvido de que los plátanos están para
comérselos y no para caminar sobre ellos, pero imagino que para llegar a esa
conclusión hay que tener muy desarrollada la parte femenina y no seguir intentando estúpidamente hacer equilibrios imposibles sobre un plátano.
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