El mundo entero se asomaba al principio de su final. Se iniciaba un sol brillante y maternal que daba calor y acogía bajo sus brazos a una nueva humanidad apaleada y silenciada a través de los siglos ya acabados. Después del tsunami todo fue fango y destrucción. El mundo entero había perecido bajo las aguas farragosas de una tempestad que en su locura, en su caos había acabado con todo de un plumazo. La naturaleza del ser humano había descubierto que podía paliar el dolor, el sufrimiento, todo menos su propia naturaleza.La naturaleza al final se mostraba siempre habida de venganza y voraz con todo lo que la coartaba, la manipulaba, la condicionaba.
Recordaba aquellas horas sentada en la toalla, leyendo o simplemente contemplando el inmenso mar en calma de cualquier tarde de verano. Noches interminables hasta que la noche desplegaba su corona de estrellas y de luna que sobre el horizonte azuzaba a las mareas en un vaivén interminable. Entonces era ese momento justo de coger la rebeca, los bártulos, levantarse ya de la fría y húmeda arena.
Tomaba entonces conciencia de que no sólo el mar sino la playa entera era un ente vivo con pensamiento y sentir propio. Daba las gracias a la naturaleza, al cielo, al universo lleno de lunas y planetas, al horizonte infinito, y al alma de las cosas que habitaban los fondos marinos y a las arenas, a cada trocito de inerte mineral salino, conchas de mar, rocas de granito, mármoles de sabe qué lugar perdido, les agradecía que le dejaran disfrutar de aquello sólo un día más.
¿No habría sido acaso el tsunami una rebeldía del mar, del cielo, del universo entero? A ellos que no se les suponía rabia alguna, habían hecho que en cinco minutos el mundo diera la vuelta. Todo estaba herido, muerto, machacado. Todo roto, devastado, no había títere con cabeza. Y ahora en el momento de regresar a la playa, mirar desde la orilla al horizonte, sólo quedaba un grito de ahogada impotencia, aunque al final y por fin, el mar estaba en calma.