La noche siempre cómplice de los gemidos y suspiros, pasaban
a ser luces del día al otro lado del Atlántico. Los gemidos se derramaban sobre
el Pacifico, y se alargaban mucho más allá de la costa del Indico. Daba una
vuelta como un anillo interminable, y regresaban al cabo de los días, a veces
de dos en dos, a ratos hasta de tres en tres.
Yo, el Neoyorquino, me sentía furtivo y espía de una
historia que no me tocaba, que no me pertenecía. Siempre me había parecido
interesante la curiosidad de algunas gentes por la vida de los otros; pero en
mi ciudad, donde cada uno anda a una velocidad distinta, donde el mundo da
vueltas tres veces más rápido que en el resto del universo, nunca había tenido
tiempo para indagar en la vida de nadie, tampoco me parecía una distracción,
prefería leer, o escuchar música o incluso sentarme al piano a martirizar sus
teclas. Intenté desligarme de aquella historia, no volver a caer en la
tentación de oir , de escuchar lo prohibido, me colocaba los auriculares y
ponía el Mp3 a toda voz; pero aquello que pasaba en aquel minúsculo cuartillo
era tan hermoso, tan sensual.
Yo era soltero entonces, no era ya joven, había tenido
algunas aventuras con chicas, algunas muy guapas. El sexo no era para mí lo
principal, buscaba una relación larga; pero siempre las chicas terminaban
decepcionando a mi utópico corazón. Sin darme cuenta no era un niño, tampoco era un muchacho; a mis casi cuarenta años me
planteaba desde cuando hacía que no tenía relaciones sexuales. Reconocí que
hacía mucho tiempo. Cada vez era más difícil encontrar una chica dispuesta a
jugar y a hacer el amor sin pensar en futuros ni exponer presentes.
Lo que sucedía en aquel cuartillo era otra cosa, no era un
compañero haciéndose una simple paja viendo una peli porno en el ordenador, ni
tampoco una parejita escapándose de las miradas indiscretas de nadie, y
metiéndose mano por los rincones. Lo que sucedía allí era erotismo puro y duro.
Alguien a quien yo ni veía ni escuchaba proponía cosas, cosas muy secretas,
ocultables y su fiel servidor le seguía hasta la muerte misma de un orgasmo
perfecto, un derrame infinito. Yo le escuchaba, a pesar de su pretendida
discreción, le escuchaba y le envidiaba por dentro; envidiaba aquella
posibilidad, aquella aventura, aquel placer intenso y sin fin que se repetía
una y otra vez.
Un día esperé a que saliera del cuartillo, le quería ver la
cara ¿Quién era esa persona que en la soledad estrecha de aquel lugar era capaz
de disfrutar de los placeres más ocultos, más íntimos? ¿Que era lo que veía en
aquella pantalla? ¿Qué era lo que le hacía llegar a aquella situación de
éxtasis y placer? Yo le envidiaba, quería tener aquella posibilidad, no era
nada que se pareciera a nada que yo hubiese vivido antes y no era por presumir
pero en el sexo yo era muy bueno y aquello no lo había vivido nunca. Cuando por
fin conseguí verle, me quedé atónito, era un compañero de la empresa, había
venido hacía un par de meses y estaba solo sin su mujer, por lo visto ella se
incorporaría al cabo de un tiempo, cuando tuviese solucionada la residencia. Al
principio me indigné, pensé en aquella mujer sola con sus hijos en su país
ignorando los momentos que este tipo pasaba en ese cuartillo haciendo sabe dios
que guarrerías; pero según me iba indignando más y más al final se me iluminó
una luz y me di cuenta. Ese tipo no hacía solo sexo, no era un polvo para
quitarse el hambre y punto, no era una porra y vámonos, era algo muy distinto,
aquel tipo hacía el amor; aquel tipo hacía el amor con su mujer a dieciséis mil
kilómetros de distancia. No había aventura, ni puta, ni teléfono erótico que
pudiera conseguir eso.
Me obsesioné, lo admito, me obsesioné. Pensaba en aquella
mujer al otro lado del océano, debía de ser muy hermosa, alta y delgada, algo
ancha de caderas, de ojos oscuros y rasgados, piernas muy largas y nada
ordinaria; el sexo que le ofrecía era bueno, muy bueno. Era una experta, le
conocía de cabo a rabo, le hacía subir y bajar en un éxtasis infinito, yo le
sentía mil veces, pedirle a media voz un poco de caridad, compasión; hasta que
entonces le hacía subir hasta el imposible y le hacía derramarse poco a poco
como en cascada. Entonces le sentía dar las gracias, y la llamaba amor y amor y
amor. No siempre hablaban, a ratos él se limitaba a teclear, y desde mi rincón
espía, fui diferenciando cuando esas conversaciones eran las normales de un
matrimonio, hijos, dinero, casa, familia o de momento el imperceptible sonido
acelerado de las teclas pasaban a ser el preludio de unos de sus interminables
encuentros amorosos. Cada vez me exponía más, le esperaba al salir y hacía como
que me cruzaba con él al ir al baño, con la excusa única de ver su rubor, de
notar su azoramiento. Intentaba modificar los encuentros, unas veces hacía como
que venía de un lado o de otro del pasillo, o bien ni siquiera le saludaba para
que no notara mi presencia. Algo debía de notar, porque levantó una pared de
indiferencia hacia mi persona. Eso no hizo sino aumentar más mi obsesión.
Un día no sé ni cómo me vi en mi rincón furtivo derramándome
a la par que él. Yo no la escuchaba, pero mi imaginación me había jugado una
mala pasada. Entre imperceptibles gemidos de él, sentía el aceleramiento del
teclear subir y bajar el ritmo; me imaginé aquella mujer morena, fantástica,
voluptuosa prometiéndoles aquellas mieles a aquel individuo que era incapaz de
traerla hacía sí; después de aquel primer día vinieron muchos y siempre
procuraba darle el encuentro después. Competía mi rubor con el suyo, y la
humedad de mi entrepierna con la suya. Me complacía pensando que mi silencioso
orgasmo había sido mejor y más extenso y mi espeso esperma de mejor calidad.
Luego me venían los remordimientos, pensaba que me estaba volviendo loco,
aquella mujer me estaba volviendo loco; no la conocía, era una desconocida
absoluta para mí; pero debía de ser fantástica para que aquel hombre se le
ofreciera de aquella manera y yo me ofrecía con él y junto a él sin que él ni
siquiera se lo imaginara.
Tomé la decisión de acabar con aquella historia; pensé en
ridiculizarlo diciéndole que sabía lo que hacía en aquel cuarto; pero mi lógica
me hizo pensar en lo terrible que tenía que ser para aquella mujer estar
separada de su amado, me imaginé que haciéndole aquello a él a quien castigaba
era a ella que se ofrecía a él a miles de kilómetros de distancia; no le podía
hacer aquello, él era el blanco de mis odios y de mis ansiedades, últimamente
no me concentraba en el trabajo, nada más porque los celos me comían. Me
acercaba de una forma irracional al cuartillo a ver si el amor volvía a hacer
su magia, y había veces en que me iba a buscarlo al comedor para verlo entre
las gentes y saber que no estaba allí con ella otra vez. Yo le hacía a él un
incauto, que la ponía en evidencia, cuando para la única persona que era
evidente su historia de pasión era para mí. Yo la quería para mi, pensaba en
que cuando ella llegara yo me ganaría sus favores para poder por fin
estrecharla entre mis brazos, tocar su piel centímetro a centímetro, besar por
fin sus labios, mordisquear sus pezones , meter mis manos en su entrepierna y
separar sus largas piernas y tomarla de una vez por todas hasta el fin y
alargar uno de aquellos maravillosos orgasmos hasta el final de los tiempos y
morir de placer entre sus brazos. Le odiaba porque ella le pertenecía, le
odiaba por la seguridad que ella le ofrecía desde el otro lado del mundo; le
odiaba porque ella no le regalaba tan solo sexo, le regalaba puro amor. Y yo en esa historia era tan solo un
voyeur, un mirón, un observador indiscreto mendigando un trozo de pan, de sexo,
de amor ajeno. Estos pensamientos se hicieron dueños de mis días y mis noches,
no podía llevar una vida normal; la obsesión se estaba comiendo mi tiempo, mi
vida laboral, mi moral. La gente cuchicheaba que yo era un tipo extraño;
mientras él seguía haciendo su vida normal sin que nadie más que yo fuera lo
más mínimamente consciente de los sucesos que le acontecían y las practicas que
ejercía, al parecer sin ningún pudor. Yo era el malo de la película, era el
observador, el curioso, el espía, y él era el ganador, el bueno, el poseedor de
la chica guapa. Él lo tenía todo y yo no tenía nada. Estos pensamientos me
comían la moral, acababan con mis energías.
Sonó el teléfono un día, era una chica con la que estuve
algún tiempo, pasaba unos días en la ciudad, quería verme y que saliéramos
juntos a cenar para recordar los viejos tiempos. Interpreté que lo que quería
era sexo; pensé que me vendría bien cambiar de aires, a lo mejor lo que me
estaba pasando era por culpa de la ausencia de carne real.
Me vestí para ir a recogerla, cuando la vi frente a mi creí
recordarla más joven, e incluso más alta; fea no era, quizás algo anodina, su
conversación en la cena fue bastante aburrida, parecía demasiado interesada en
contarme su vida, yo se lo agradecí, no tenía ningún interés en contarle la
mía, me limité a sonreírle y a hacer como que me divertía. Antes de los postres
decidió fumar un cigarro tiempo que yo aproveché para ir al baño. El aseo era
individual, oriné lentamente y dejé que mi liquido dorado y caliente resonara
en la taza del wáter, me entraron unos deseos terribles de rememorar mis
orgasmos de mi rincón secreto, me acaricié el glande y vi que respondía a mis
requerimientos; pensé en la chica del cigarro, pensé que no era tan guapa como
mi amor secreto, mi maga oculta; pero que esa noche culminaría con un polvo
espectacular y que todas aquellas ansiedades desaparecerían. Cuando salí del
baño, la chica me esperaba ya en la mesa ante un perfetmint-chocolat, coqueteó
con la cucharilla en su boca y sabiendo de mi ángulo de visión entreabrió su entrepierna dejándome ver nada
de su zona más íntima; eso me puso a cien, me hizo pensar en que ahora entendía
a las personas que eran voyeur en los aparcamientos oscuros para ver las
parejitas despistadas haciendo el amor en los rincones, ¿me estaría
convirtiendo en una de ellas, me estaría convirtiendo en un enfermo? Entre
jugueteos nos tomamos un café aromatizado con canela y nos dispusimos a llegar
lo antes posible al apartamento, ella insistió que fuéramos al suyo, yo se lo
agradecí, me gustaba mantener mi espacio vital lejos de las habladurías de los
vecinos.
El apartamento de ella era algo impersonal, no estaba exento
de buen gusto; pero quizás la insistencia de los tonos naturales y lo impoluto
del ambiente hizo que no fuera de lo más apetecible para hacer el amor. Ella
encendió las luces del apartamento y les echó unos pañuelos de colores por
encima, aquello hizo que el ambiente fuera algo más acogedor y cálido; no tenía
ganas de esperar, ella hizo el intento de dirigirse al baño, yo no se lo
permití, la frené y la eché sobre la cama, tenía unas ganas locas de
penetrarla, de hacerla gritar de placer, le entreabrí la blusa, le rompí un par
de botones, ella reía a carcajadas y me animaba a seguir así, se burlaba de mi
timidez en tiempos pasados; eso me hizo enardecerme aún más, le separé las
piernas y coloqué mi verga en su cueva ya más que húmeda, chorreante; entonces
pasó lo que nunca me había pasado, sin apenas llegar a subir, mi pene se
derramó como sin fuerza, se derramó tosco y torpe y ni siquiera llegó a poner
su nariz en aquel panal que prometía fantásticas mieles. La chica, algo
instigada aún por el alcohol de la cena, se reía escandalosamente y me bromeaba
acerca de la edad, la eché hacia un lado, fui al baño y luego, sin escuchar sus
ruegos me fui, no sé si caminé horas, si corrí; se que escapé, que quería
morir. Analicé lo que había pasado, había visto su cara, la cara de mi maga,
sus ojos oscuros de gitana, su piel oscura, sus piernas largas, su pecho terso,
y al abrir los ojos ella no estaba allí, estaba aquella chica tan vulgar
reteñida que sólo quería sexo y sexo.
Una vez en mi apartamento pensé en lo que había sucedido,
pensé de ir a un psicoanalista; lo mío empezaba a ser imposible. La obsesión
por aquella mujer empezaba a rallar en lo irracional y yo era incapaz de
controlarlo. Aquello me impedía llevar una vida medianamente normal. Me prometí
no escucharlos ni una sola vez más, y comencé mi terapia en una especialista en
temas sexuales. La psicóloga me escuchó atentamente, me explico que mi obsesión
se alimentaba de la utopía que recreaba sobre la imagen de la mujer a la que
desconocía; me explicó que no podía amarla, ni desearla porque jamás la había
visto, yo le explique que se equivocaba, que había escuchado su voz, que era
dulce como la de una adolescente y que eso ya me servía para hacerme una idea
de cómo era. Me dijo que tenía que hacer por acercarme a él de nuevo, de
intentar conocerlo mejor y que incluso le diera pié a que me hablara de su
esposa, que me hablara de mi maga. Me fui ese día a casa haciéndome mil
promesas, pero cuando llegué al trabajo él estaba en el cuartito, le vi al
llegar, estaba cerrando la puerta y me dio las buenas tardes con una sonrisa;
los celos me comieron la moral, estaba allí con ella, él la tenía allí a su
disposición y yo estaba solo, más solo que nunca; ya no había mujer en el mundo
que pudiera satisfacerme. Pegué mi oído a la pared en mi rincón, hacía días que
no les escuchaba; en breves minutos la conversación tecleada que parecía de lo más
normal se aceleró, las teclas sonaban como música divina, y los gemidos de él
eran indisimulables, me azoraba la simple idea de que alguien pudiese
escucharlos como lo estaba haciendo yo, sentí mi pene enorme en mi entrepierna,
sentí que mi mano bajaba la cremallera, lo liberaba de la tela del pantalón, me
empecé a masturbar sin ningún tipo de prudencia, cerraba los ojos y la veía la
lamiéndome el glande con su boca de miel, su pelo oscuro y ondulado alrededor
de mi pene, me moría de éxtasis, le escuchaba gemir y gemir, me moría de celos,
ella era mía, mía; cuantito llegara sería mía y no de él, de él nunca más.
Apreté mi pene con mi mano, lo intenté ocultar cuando fui consciente de su
dimensión, el intentar ocultarlo solo empeoró la situación, él se derramaba y
gemía, gemía sin control, “te amo”, “te amo” repetía, y yo solté un gritito y
un “y yo” y me derramé entre temblores, me tuve que agachar al suelo, mis
fuerzas desaparecieron durante un buen rato y tardé un tiempo en componerme, mi
pantalón estaba manchado, el polo estaba
manchado; todo el mundo sería testigo de mi pecado; pensé en una excusa válida,
y entonces se me ocurrió, entré a toda prisa en el cuartito con la excusa de
buscar algo para limpiarme, él se quedó de piedra, le corté todo, lo vi
ocultando sus partes muy azorado, su rubor era imposible de ocultar, el mío
tampoco; se compuso enseguida, me dio las buenas tardes y me dijo que no tenía
nada para que me limpiara, que lo disculpara que estaba trabajando. Salí de
allí triunfante, ahora éramos un trío, tenía que ser tonto el tío para no darse
cuenta de que yo compartía sus momentos amorosos. Y los compartía, y seguía
cada día más en la idea de que ella estaría más satisfecha conmigo que con él.
Que sería más feliz conmigo que con él.
Fui a la terapeuta, le conté lo acontecido y le dije que en
breve ella llegaría, y que por fin podría alcanzar mi sueño, que ella sería
para mi, el macho alfa ganaría a un macho inferior y ella sería para mi, en
cuantito me viera y notara mi deseo hacía ella, ella caería en mis manos y por
fin sería mía. La doctora me escuchó atentamente y luego me sonrió, me dijo que
la competencia entre machos existía en toda la estructura sexual animal y que
al fin y al cabo nosotros éramos animales, que lo intentara; pero que si era
que no que lo aceptara como un buen perdedor, yo lo vi lógico; pero en mi mente
no estaba ni por asomo perder.
Era martes, ella llegaba el jueves y yo estaría allí para
recibirla cerca de él, tan cerca que sentiría mi respiración, sentiría mi deseo
y notaría cómo la besaba apasionadamente en mi imaginación, ella vería mis ojos
de deseo y caería en mis brazos cuantito nos viéramos a solas la primera vez, y
ya no habría vuelta atrás. Deseaba tocar su pelo con olor a lavanda, perderme en
sus ojos oscuros con forma de almendra, acariciar sus interminables piernas
morenas, estrechar sus turgentes pechos con pezones enormes como una negra,
abrazar sus caderas, y pasear mis manos por su culo respingón. Esa morena sería
para mí, la maga sería por fin mía.
El jueves me preparé como un novio aolescente, me arreglé la
barba, me perfumé, me compré ropa nueva, ilusionado como un chiquillo. Me
coloqué estratégicamente en el cuartillo de los ordenadores, la habitación que
había guardado celosamente tantas horas de amor de aquel matrimonio. Él había
dicho de traerla para que nos conociera a todos, cuando subió la escalera, yo
la vería entrar el primero, apenas
hablábamos pero sabía que era
terriblemente cortés y me la presentaría; así fue, sentí los pasos en la escalera, venía acompañado; los pasos de
ella era fuertes y decididos, era una fiera, mi maga del sexo, él apareció al
final de la escalera y me saludó feliz, le odié en ese momento terriblemente,
ella era de él y no mía; después entró
una mujer, era más bien bajita, gordita y menuda, tenía el pelo rubio de un
color indefinido y sus ojos sí que eran hermosos, él me la presentó como su
esposa, ella me sonrió tímidamente y me besó en ambos lados de la cara con un
beso imperceptible, él le dijo que aquel era el cuartito del ordenador, a ella
se le iluminaron los ojos y me pareció que se ruborizaba su piel blanca , ella
era hermosa, era encantadora; pero no era mi maga, no estaba allí, no estaba
allí su piel morena, sus largas piernas, sus ojos oscuros, mi maga había
desaparecido, aquella mujer no tenía nada de nada que ver con la mujer de mis
sueños. Mis sueños se rompieron aquel día.
Sigo buscando a mi maga alrededor del mundo, escucho por
todos los rincones por si alguna vez tengo la suerte de encontrarla por algún lado; a veces me hago el amor que no
el sexo, pensando en sus ojos de almendra, en su pelo moreno, largo y ondulado,
en sus piernas largas que me rodean. Me enamoré de un fantasma que me encantó,
no existía y no hay persona en el mundo que sea capaz de darme lo que me dio
esa mujer y tampoco soy capaz de recibir ni con películas, ni prostitutas, ni
amigas oportunas aquello que me dio aquella mujer fantasma a través de una
pared.