Erase una vez una mujer que tenía un hijito precioso. El
chiquillo era rubio, los rizos brillaban en su cabeza bajo el sol cual
querubín. La mujer celosa de su cuidado, a pesar de que el niño ya pasaba los
cinco años aún no lo había dejado soltarse de su mano en ningún sitio, pues le
daba pánico que algo pudiera ocurrirle. Ya se había planteado varias veces la
idea de bajarlo a un lindo parque que había cerca de su casa; pero aún dudaba
desde la ventana, mientras observaba a los demás niños jugar allá abajo con una
maravillosa tarde de sol.
Esa misma noche se hizo la promesa de bajar a su pequeño al
día siguiente y dejarle ser un niño normal. A la mañana el día se
despertó brillante y soleado, preparó al niño y lo bajó a la calle. Enseguida y
ante las gracias del chiquillo, las demás mamás sucumbieron y lo hicieron
participe del juego de los suyos, todas decían al unísono “es un ángel”. Cuando
ya se disponían a recoger en dos segundos que se despistaron, pasó un tremendo
drama. Una bicicleta se precipitó contra el niño de los rizos de oro, dejándolo
muerto en el acto, ¡cúal no sería el dolor de aquella madre y de todos los que
la rodeaban! No había consuelo en aquel lugar para la terrible tragedia que
allí se había vivido en cinco segundos.
Pasados uno días, la madre del angelito no encontraba otro
consuelo que bajar al parque a dejarse arrullar por las madres que allí se
reunían. La mujer lloraba cada tarde la terrible pérdida de su hijo, y parecía
no haber nada ni nadie que amainara aquel terrible dolor que llevaba dentro.
Pasaron los días y los meses, y se repetía la misma historia todas las tardes.
La mujer se sentaba en un banco, con su traje de luto y su mirada lánguida, y
las otras madres le preguntaban cómo se encontraba, ella empezaba a recordar a
su hijo y acababa hecha un mar de lágrimas. Todos la miraban con tristeza y
algunas mamás incluso recogían las cosas y se iban antes de que se ocultara el
sol, huyendo de la situación que allí y durante ya un año, se repetía cada
día. Nadie parecía reparar en otra mujer que permanecía callada en un banco
cercano, les miraba, y nunca decía nada. Nadie parecía reparar en ella.
Un día la mujer callada se dirigió a la mujer rota de dolor
y le increpó, no sin respeto: “¡mujer!, deja ya de llorar, no es este lugar
para penas sino para risas y si sigues así, todas las madres se irán de este
lugar y no querrán venir más. Yo no quiero que se vayan las risas de los niños
de este maravilloso lugar”. La mujer rota de dolor le contestó enfadada y
llorosa “¿Qué sabes tú de mi dolor? ¿Sabes tú acaso lo que es perder un hijo? ¿Cómo
puede decir que este lugar es maravilloso cuando en este sitio ha muerto un
niño tan maravilloso como el mío? Usted no quiere a nadie, la veo ahí todos los
días y no habla con nadie y nunca jamás me ha dirigido una palabra ni un gesto
de ánimo, sólo se limita a mirar a un lado y a otro sin hacer nada”. La mujer
callada que ya no estaba callada le contestó “Estás equivocada y me estás
juzgando injustamente. Yo tengo un motivo para estar aquí y las madres lo saben
y por eso me respetan, respetan mi silencio y mi dolor”. ¿Qué dolor?- Le dijo
cada vez más enfadada la mujer de negro que había perdido ya hacía un año a su
querubín- ¿qué dolor puede tener usted sin no sabe lo que es perder a un hijo”.
La mujer que ya no callaba la miro con una infinita lástima y le hablo de este
modo “Yo vengo todos los días a cuidar que ninguna bicicleta atropelle más a
ningún niño en este hermoso parque soleado”. La mujer de negro se enfadó aún
mucho más. Aquello le parecía una pura ironía, entonces toda su rabia salió de
dentro “¿Si?, ¿y dónde estaba usted el día que la bicicleta atropelló a mi hijito,
mi ángel?" La mujer que una vez estuvo callada le contestó bajando la voz y
ahogando el llanto “Ese día, ese día yo estaba en el entierro de mi hijo, dos
días antes lo había atropellado una bicicleta igual que al suyo; desde entonces
vengo todas las tardes y vigilo para que eso no pase nunca más. Mientras tanto
yo vigilaba, las demás madres le consolaban a usted de su dolor que nunca
menguaba” –continuó ahogando las lagrimas- “siento haber sido tan dura con
usted; pero entiendo perfectamente su dolor”.
Las mujeres se miraron durante un rato, la de luto ya no era
capaz de llorar delante de aquella mujer que había vigilado todas las tardes de
su dolor durante un año a los niños del resto de las mamás, mientras mitigaba
su propio dolor con la sola idea de que ayudaba a las demás y evitaba que a ningún
niño le pasara lo que al suyo. Ambas se estrecharon en un abrazo, y desde
entonces se turnaban algunas tardes para ayudar a las mamás a cuidar a sus
hijos.
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