domingo, 29 de septiembre de 2013

Madres somos todas - Cuento sobre las distintas formas de vivir el dolor


Erase una vez una mujer que tenía un hijito precioso. El chiquillo era rubio, los rizos brillaban en su cabeza bajo el sol cual querubín. La mujer celosa de su cuidado, a pesar de que el niño ya pasaba los cinco años aún no lo había dejado soltarse de su mano en ningún sitio, pues le daba pánico que algo pudiera ocurrirle. Ya se había planteado varias veces la idea de bajarlo a un lindo parque que había cerca de su casa; pero aún dudaba desde la ventana, mientras observaba a los demás niños jugar allá abajo con una maravillosa tarde de sol.
Esa misma noche se hizo la promesa de bajar a su pequeño al día siguiente y dejarle ser un niño normal. A la mañana el día se despertó brillante y soleado, preparó al niño y lo bajó a la calle. Enseguida y ante las gracias del chiquillo, las demás mamás sucumbieron y lo hicieron participe del juego de los suyos, todas decían al unísono “es un ángel”. Cuando ya se disponían a recoger en dos segundos que se despistaron, pasó un tremendo drama. Una bicicleta se precipitó contra el niño de los rizos de oro, dejándolo muerto en el acto, ¡cúal no sería el dolor de aquella madre y de todos los que la rodeaban! No había consuelo en aquel lugar para la terrible tragedia que allí se había vivido en cinco segundos.
Pasados uno días, la madre del angelito no encontraba otro consuelo que bajar al parque a dejarse arrullar por las madres que allí se reunían. La mujer lloraba cada tarde la terrible pérdida de su hijo, y parecía no haber nada ni nadie que amainara aquel terrible dolor que llevaba dentro. Pasaron los días y los meses, y se repetía la misma historia todas las tardes. La mujer se sentaba en un banco, con su traje de luto y su mirada lánguida, y las otras madres le preguntaban cómo se encontraba, ella empezaba a recordar a su hijo y acababa hecha un mar de lágrimas. Todos la miraban con tristeza y algunas mamás incluso recogían las cosas y se iban antes de que se ocultara el sol, huyendo de la situación que allí y durante ya un año, se repetía cada día. Nadie parecía reparar en otra mujer que permanecía callada en un banco cercano, les miraba, y nunca decía nada. Nadie parecía reparar en ella.
Un día la mujer callada se dirigió a la mujer rota de dolor y le increpó, no sin respeto: “¡mujer!, deja ya de llorar, no es este lugar para penas sino para risas y si sigues así, todas las madres se irán de este lugar y no querrán venir más. Yo no quiero que se vayan las risas de los niños de este maravilloso lugar”. La mujer rota de dolor le contestó enfadada y llorosa “¿Qué sabes tú de mi dolor? ¿Sabes tú acaso lo que es perder un hijo? ¿Cómo puede decir que este lugar es maravilloso cuando en este sitio ha muerto un niño tan maravilloso como el mío? Usted no quiere a nadie, la veo ahí todos los días y no habla con nadie y nunca jamás me ha dirigido una palabra ni un gesto de ánimo, sólo se limita a mirar a un lado y a otro sin hacer nada”. La mujer callada que ya no estaba callada le contestó “Estás equivocada y me estás juzgando injustamente. Yo tengo un motivo para estar aquí y las madres lo saben y por eso me respetan, respetan mi silencio y mi dolor”. ¿Qué dolor?- Le dijo cada vez más enfadada la mujer de negro que había perdido ya hacía un año a su querubín- ¿qué dolor puede tener usted sin no sabe lo que es perder a un hijo”. La mujer que ya no callaba la miro con una infinita lástima y le hablo de este modo “Yo vengo todos los días a cuidar que ninguna bicicleta atropelle más a ningún niño en este hermoso parque soleado”. La mujer de negro se enfadó aún mucho más. Aquello le parecía una pura ironía, entonces toda su rabia salió de dentro “¿Si?, ¿y dónde estaba usted el día que la bicicleta atropelló a mi hijito, mi ángel?" La mujer que una vez estuvo callada le contestó bajando la voz y ahogando el llanto “Ese día, ese día yo estaba en el entierro de mi hijo, dos días antes lo había atropellado una bicicleta igual que al suyo; desde entonces vengo todas las tardes y vigilo para que eso no pase nunca más. Mientras tanto yo vigilaba, las demás madres le consolaban a usted de su dolor que nunca menguaba” –continuó ahogando las lagrimas- “siento haber sido tan dura con usted; pero entiendo perfectamente su dolor”.
Las mujeres se miraron durante un rato, la de luto ya no era capaz de llorar delante de aquella mujer que había vigilado todas las tardes de su dolor durante un año a los niños del resto de las mamás, mientras mitigaba su propio dolor con la sola idea de que ayudaba a las demás y evitaba que a ningún niño le pasara lo que al suyo. Ambas se estrecharon en un abrazo, y desde entonces se turnaban algunas tardes para ayudar a las mamás a cuidar a sus hijos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario